Paleontológicamente hablando

 

La primera vez que Mario se adentró por las cuevas de Mairulegorreta tuvo la fortuna de dar con unos restos fósiles de oso cavernario. Formaba parte de una pequeña expedición constituida por dos veteranos del GEA (Grupo Espeleológico Alavés) sin más pretensión que iniciar a otros dos novatos. Tras recorrer varias galerías,llegaron a una sala enorme a la que los miembros del grupo ya habían accedido en varias ocasiones, pero hasta entonces nunca se habían percatado de una pequeña oquedad que daba paso a una especie de falso techo que asemejaba a una litera en la que se encontraban varios lechos excavados en suelo limoso. También aparecían unos arañazos o zarpazos de plantígrado marcados en la pared seguramente con el fin de afilarse las garras.
El júbilo se apoderó de los cuatro espeleólogos. No tardaron en dar con una mandíbula tres o cuatro veces más grande que una humana. Fue la referencia para que se hicieran una idea de lo que tenía que ser aquel gigante. En ese mismo instante la memoria de Mario, caprichosa como todas, accionó el resorte que tanto tiempo llevaba sin funcionar y le trajo los pasadizos de la novela de H.G. Wells “La máquina del tiempo” con los que Mario tanto había disfrutado y soñado en su adolescencia.
 Ya desde muy crío había sido muy reservado. Como más disfrutaba era con su imaginación con la que hacía viajes que poco o nada tenían que envidiar al protagonista de su novela favorita. El Mario adulto no quiso o no supo cambiar mucho esa forma de ser, y se convirtió en una persona introvertida y algo parca en el trato con los demás. La misma persistencia que le   valió para desarrollar sus grandes pasiones, la paleontología y la espeleología, al límite. No habrá agujero en Álava y alrededores por el que no se haya escurrido la figura menuda de Mario. A la vez que exploraba simas y cuevas iba acumulando cajas y más cajas repletas de todo tipo de huesos y fósiles de la fauna de antaño, que luego estudiaba y clasificaba concienzudamente durante las tardes de invierno.
En la historia que les voy a contar, Mario, a pesar de que ya peinaba canas y de todo lo que fumaba, estaba en plena forma. Hacía un par de meses que había descubierto una cueva con un importante yacimiento en el Karst de Itxina que todavía no había hecho público. Era un viernes por la tarde, nada más salir de trabajar cogió el coche con la mochila que había cargado de víspera y se puso en marcha hacia Vizcaya. Aparcó un poco más allá de los últimos caseríos del barrio de Urigoiti de Orozko. Llegó con la luz justa, tanto fue así que no le dio tiempo ni a echarse un cigarro antes de empezar tal y como acostumbraba, y eso que disponía de linternas y carburero en caso de que se le echase la noche encima, pero prefirió no malgastar baterías y carburo y así poder aprovechar al máximo y poder concluir de una vez la excavación que le quedaba de la cueva. A pesar de la carga que acarreaba en la mochila, remontó a paso ligero los casi trescientos metros de desnivel que tiene el farallón calizo, y en algo menos de una hora se plantó en el  impresionante ojo de Atxular.
Desde este arco natural se divisa la inmensa depresión de Itxina. Vista desde allí arriba lo accidentado de su orografía queda suavizado por el contorno de las copas de las hayas que aquel día ya se mostraban en todo su esplendor de colores del otoño, con esa iluminación tan especial que proporciona el atardecer. Pero una cosa es contemplar ese bosque de postal y otra muy distinta adentrarse en él. Basta caminar apenas unos metros por cualquiera de las innumerables sendas que lo capilarizan para darse cuenta de la fusión perfecta entre roca caliza, hayas y musgo, que hacen de él uno de los lugares más mágicos de Euskalerria. La erosión del agua de lluvia ha disuelto y fracturado el arrecife coralino que fue en su día en millones de trozos, cada cual distinto a todos los demás en tamaño, forma y disposición. En medio de este caos de roca, las hayas se las apañan aun así, para encontrar mediante equilibrios increíbles el camino hacía la luz, lo cual contribuye a darle un toque más laberíntico. Con este panorama hasta el más escéptico se imagina gentiles saliendo de las simas o  “iratxos” que le observan maliciosos escondidos entre los helechos y el musgo, o confunde las formas rebuscadas de las ramas cubiertas de líquenes con los brazos fornidos y velludos de los “basajaunes”, e incluso llega a ver surcar entre las copas a la misma “Mari” que mora en la hermosa cueva de Supelegor sita en el corazón mismo de Itxina.
Para Mario, que se había recorrido todo el karst palmo a palmo y era la enésima ocasión que tenía que hacer aquel camino, el factor tétrico se había diluido por completo. Se manejaba con la soltura de un corzo por las confusas y a veces traicioneras sendas cubiertas de pedriza y hojarasca, y solo tenía en mente el llegar antes de que se le echase la noche encima. La mochila tan abultada por el material de espeleología (casco, carburero, bote con carburo, arnés, cuerda de escalada de cuarenta metros, buzo, ropa de abrigo, saco de dormir…) le estorbaba mucho y en varias ocasiones tuvo que pararse a desengancharla de las ramas. Tantas que  llegó a pensar que lo hacían adrede. La oquedad que daba paso a las entrañas de Itxina estaba en un lugar casi inaccesible en el fondo de una de las innumerables simas que abomban la caliza. Sobre todo, el avance fuera de senda durante los últimos cincuenta metros resultaba penoso: había que trepar para volver a bajar losas de un par de metros; reptar entre ramas y hojarasca, que al intrépido de Mario le solían costar unos cuantos arañazos en brazos y cara, algún que otro jirón en la ropa y un montón de juramentos y maldiciones.
Llegó con los despojos de los rayos crepusculares. Sabedor de lo fatal que resulta la mezcla de sudor con el ambiente húmedo y frío de la cueva, se encendió un cigarro y se puso a preparar el carburero con parsimonia. La oscuridad era total, no había manera de que la luz de la luna y de las estrellas se abriera camino entre las hojas que todavía mantenían las hayas. Sin embargo, Mario seguía con su protocolo sin más lumbre que la del Ducados que no soltaba de la boca. Desplegó la cuerda, se cambió la camiseta sudada por una térmica de manga larga, y dio comienzo así al uniforme a capas del buen espeleólogo: una camisa de cuadros vieja, un jersey de lana con agujeros, el buzo azul mahón, y por último, se ajustó el arnés y el casco. Se colgó el carburero a un mosquetón del arnés y lo rellenó con agua para que se produjera la reacción de la que se desprendía el gas acetileno. Accionó el mechero incorporado al casco y se produjo la magia de la llama primero y de la luz después. Recogió la mochila y la cuerda, lanzó una mirada, la del gitano que dicen, alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada y se introdujo por una especie de grieta que justo daba para una persona menuda como él. La mochila la llevaba como buenamente podía, unas veces a rastras, otras a empujones. La grieta iba perdiendo altura progresivamente, y cuando parecía que iba a morir en el ángulo, surgía una gatera, por la que tras reptar unos veinte metros, se  llegaba, por fin, a una sala hermosa con sus estalactitas y estalagmitas. Era en esos momentos en los que Mario más se emocionaba con la belleza y con la humildad que le imprimía la silenciosa inmensidad estática de la geología y que, gracias a la soledad, disfrutaba de ella en exclusiva.
De esta sala partían varias galerías, pero curiosamente solo en la de más difícil acceso había encontrado restos fósiles. Primero, había que “rapelar” una caída bastante vertical de una docena de metros, tras lo cual, tocaba arrastrarse de nuevo por otra gatera unos cuantos metros más, hasta salir a una sala bastante más pequeña que la anterior, en cuyo suelo se encontraba el yacimiento, en el que Mario venía trabajando durante todos los fines de semana de los tres últimos meses sin parar. Ya casi había conseguido desenterrar todos los huesos, entre los que había de uro, caballo y hasta de oso cavernario.
Mario alcanzó la sala exhausto tras arrastrar la mochila. Se quitó el casco con cuidado de no apagar la llama y la colocó en un resalte a modo de candil. Apenas hubo recuperado el aliento, se encendió el Ducados y se dispuso a cenar algo frugal antes de acostarse. Fue entonces cuando, tras remover a fondo la mochila y no encontrar la bolsa que buscaba, se dio cuenta de que había olvidado la comida en casa. Estuvo jurando y maldiciendo su suerte durante un buen rato, hasta que consiguió darle la vuelta al asunto. Por lo menos no se había olvidado del agua ni del tabaco, ya que sin cualquiera de ellos, sí que hubiera tenido que volverse. No sería la primera vez que se pasara un par de días sin comer. Estaba claro que no era de mucho apetito. Sustituyó la cena por tres o cuatro cigarros y, cuando por fin le entró el sueño, se acostó.
El hambre le hizo despertar antes que de costumbre. Serían no más de las tres de la madrugada y, como en una cueva sea la hora que sea da lo mismo y como tampoco tenía otra cosa que hacer, se echó un buen trago de agua y con el cigarro en los labios se puso a liberar del suelo unos cuantos dientes de caballo y una mandíbula probablemente del mismo ejemplar. Con ello daría por concluido el trabajo de meses.
Mario estuvo todo el día, entre cigarro y cigarro, desenterrando sin parar. Su idea era terminar cuanto antes para poder aplacar el hambre con algo más que humo y agua. A las diez de la noche consiguió su objetivo. Eso sí, le dolía casi todo el cuerpo y acabó medio mareado de fatiga y hambre. Así que una vez hubo estirado un poco los músculos que más notaba, se metió al saco con la idea de salir de la cueva justo con el amanecer y estar a primera hora de la mañana en algún bar de Orozko para desayunar dos platos y postre.
Se despertó sin saber donde estaba con el ruido de unos gruñidos. Cuando se dio cuenta de la situación, saltó del saco como un resorte para accionar el carburero. Ya con la primera llamita amarilla pudo ver una sombra enorme merodeando por el otro lado de la sala y, cuando la combustión pasó al azul, confirmó que era un oso de tamaño descomunal. La bestia no tardó en dirigirse a la luz que tanto tiempo llevaba sin ver. Mario se acurrucó preso de una extraña sensación de pánico no del todo exenta de curiosidad. El oso siguió gruñendo mientras se le acercaba. Llegó hasta él, lo husmeo de abajo arriba arrugando el hocico y le dijo:
    – De modo que tú eres el que me ha despertado haciéndome creer con ese humo raro que se estaba incendiando la cueva.
Mario se frotó los ojos y las orejas incapaz de dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
      Está bien que me recojas la guarida, porque, la verdad sea dicha, estaba hecha un asco. Pero, ¿quién eres tú para entrometerte en mi vida privada, y encima despertarme de mi letargo en pleno invierno?
      Estamos en otoño.- Saltó Mario, asombrándose de sí mismo por aceptar con tanta naturalidad una conversación con un oso cavernario.
      ¿Cómo que otoño? ¿Acaso insinúas que tan solo llevo unos días?
      Lleva más de 28.000 años. Ustedes se extinguieron en el pleistoceno.
      ¿Qué quieres decir con que nos extinguimos?- Preguntó el oso en un tono que iba cambiando de la crispación inicial a la confusión actual.
      Pues que desaparecieron como especie. Que se murieron todos los individuos de oso cavernario del mundo.
      Y entonces, ¿qué pasa conmigo? ¿acaso no estoy vivo?
      Oficialmente, es decir, paleontológicamente hablando, no.- Mario consciente de la gravedad de sus palabras, se pellizcó con disimulo el lóbulo de la oreja y sintió dolor.
      A ver, a ver. Mantengamos la calma, no vayamos a volvernos los dos locos de remate.
      “Eso mismo digo yo”- pensó Mario sin atreverse a decirlo.
      Porque yo el recuerdo que tengo- continuó diciendo el oso con aire abstraído- es que aunque no atravesábamos por nuestro mejor momento, todavía quedábamos un número suficiente como para dar guerra durante algún tiempo.
El oso se sentó y se concentró en acordarse de los últimos momentos antes de entrar en el letargo que según aquel intruso se le había alargado bastante más de la cuenta.
    – Ahora caigo -exclamó el oso al cabo de unos instantes- tuvieron que ser aquellos frutos que mi madre ya me aviso de pequeño que de aquello ni probar.
     – ¿No se estará refiriendo a un tipo de amapola?- preguntó Mario empezando a comprender algo de aquel absurdo.
     – Sí. ¿Cómo lo has sabido? A ver si ahora va a resultar que tú también eres un fósil viviente.- le replicó con sorna el oso.
     – Se llama adormidera porque contiene unos alcaloides que son unos narcóticos muy potentes.- Le contestó sin seguirle la broma.
     – Ya y yo me puse morado la víspera.  Y de esa forma, parece ser que debí de entrar en un estado más allá de la hibernación. Hasta que al olor del humo se ha activado mi sistema de alerta y he conseguido despertarme. En fin, vaya liada.- resopló preocupado.- Bueno, y tú, ¿por qué estás aquí? ¿Para qué te das la gran pechada de llevarte toda esa porquería?
      – Mire usted, me llamo Mario…
      – Oye, Mario, perdona que te interrumpa. Nosotros no nos ponemos, quiero decir poníamos nombre. Solo te pido que dejes de tratarme de usted. Tutéame, hombre, que aunque sea bastante mayor que tú, ya llevamos un rato como para tenernos algo de confianza.
      – De acuerdo. Te agradezco el detalle. Como te iba diciendo, soy un humano, un primate que dejó los árboles de la selvas  africanas para adentrarse en la sabana y que luego se extendió por todo el planeta hasta llegar a ser la especie dominante.
      – Sí, en mis tiempos ya se dejaba ver alguno, aunque eran bastante más fuertes que tú- volvió a interrumpir el oso.
       – Me imagino que te refieres a los neandertales, otra especie que tampoco existe ya. La razón por la que me tienes aquí es que soy espeleólogo y paleontólogo. Me dedico a explorar cuevas en busca de restos fósiles que nos sirvan para entender cómo ha ido evolucionando la vida.
       – Ah, ahora entiendo. Pues aprovecha y pregunta si quieres, a lo mejor lo que te cuente te sirve de ayuda en tu trabajo.
Mario no dejó pasar la oportunidad y le interrogó sobre sus costumbres y por sus especies vecinas y su relación con ellas. El testimonio del oso le sirvió para confirmar algunas teorías controvertidas y para refutar otras que ya estaban totalmente asumidas. También le contó la sensación de declive que ya tenía él por aquel entonces, tal y como le había sido confirmado tan bruscamente por Mario.
Posteriormente se invirtieron los papeles de la entrevista, y fue Mario el que le hizo un detallado informe de la actualidad con prólogo de historia natural incluido. Le dibujó un esbozo bastante objetivo de todo lo que había supuesto la entrada en escena de nuestra especie, con toda la deriva de la problemática ambiental y social, haciendo hincapié en las consecuencias, en su mayoría fatales, para el resto de especies animales, y para muestra un botón, nada mejor que la delicada situación de sus parientes los osos pardos.
Transcurridas unas cuantas horas de charla amena, el oso le dijo:
      Perdona, Mario, creo que me está viniendo un bajón. Será mejor que aproveché la proximidad del invierno para recuperar el dulce sueño en el que me encontraba. Te agradezco que me hayas puesto al día, a pesar de que no han sido precisamente buenas noticias. Si algún día vuelvo a despertar y me da por salir, gracias a ti sabré a qué atenerme.
      Yo también te estoy sumamente agradecido. Aunque me temo que no voy a poder usarte como prueba para dar fe de todo lo que me has contado. Pero por lo menos ahora ya sé por qué teorías tengo que luchar y por cuáles no. Ya puedes perdonar mi falta de delicadeza para contarte las cosas y el haberte atufado con el tabaco. Es un vicio que no puedo quitarme.
      Tranquilo, hombre, que ahora me alegro de todo lo que me has enseñado.
Hombre y oso se fundieron en un abrazo desigual, pero no por ello exento de afectividad y emoción. El oso se retiró a su lecho, no sin antes volver la cabeza y guiñando un ojo.
   – Ah y gracias a la paleontología por el zafarrancho de limpieza.
Mario esta vez sí que rió la broma.
……………………………….
   
Transcurridos unos días y unos cuantos platos algo más copiosos de lo habitual, Mario todavía permanecía confuso. La verdad, pensaba, que bien pudo ser que el hambre, la fatiga y la sobredosis de nicotina le jugaran una mala pasada y le diera una especie de delirio.
En fin, fuera como fuere, Mario nunca más retornó a aquella cavidad perdida en lo más recóndito e inhóspito del karst de Itxina. Los fósiles que de allí extrajo se los asignó a un yacimiento cercano
descubierto  por él mismo, y fue éste el único renuncio o fraude científico que cometió en toda su carrera científica. Todo ello por evitar la más mínima publicidad.
Testimonios recientes de pastores y excursionistas  de Itxina afirman haber oído en los comienzos  de primavera gruñidos muy diferentes a los que acostumbra el jabalí. Otro estudio realizado por técnicos del gobierno vasco constata ciertas reticencias del ganado, que antes no tenían, a entrar en determinadas zonas, aunque todavía no han podido esclarecer los motivos de este rechazo.

Nota del autor: La historia que aquí se cuenta, salvo los grandes “vicios” de Mario (la espeleología y la paleontología y el tabaco),  es toda ella creación mía. Apenas conocía personalmente a Mario. Alguna vez que me interesé por su labor, me respondió de manera correcta y cordial. Yo le respetaba y, sobre todo, le admiraba por la seriedad y el tesón con el que se tomaba su labor científica. Así que este cuento no pretende ser más que un pequeño homenaje póstumo a su enorme trabajo y a su persona.

Raúl Martínez

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