En la parte templada del planeta, las inclemencias invernales apenas suponen para nosotros, los humanos modernos, una molestia anecdótica; la vida del habitante medio urbano transcurre en ambientes climáticamente controlados (vivienda, vehículo, oficina y centro comercial). Pero en el exterior de nuestras burbujas, el descenso de la temperatura media implica una reducción o paralización de la productividad primaria en los ecosistemas y por tanto una escasez de alimento. Paralelamente, aumenta la demanda de calor interno para el mantenimiento de las funciones vitales de cada ser vivo, de manera que el invierno pone a prueba la capacidad de supervivencia. Es, sencillamente, una cuestión de vida o muerte.
Las aves, organismos de sangre caliente sin capacidad de hibernar, pero con gran movilidad y oportunismo, hacen frente a esta situación migrando o variando sus dietas. Pero considerando su elevada capacidad de aprendizaje, las aves pueden aprovechar recursos novedosos que las actividades humanas -y su derroche- ponen a su disposición, como rastrojeras, vertederos y descartes pesqueros. Las aves responden rápidamente a la aparición en el medio de estas fuentes involuntarias… y de las voluntarias también. En los últimos tiempos, la sensibilización medioambiental de la sociedad unida al triunfo de los modelos urbanos poco compactos, han promovido la popularización de los “comederos” de aves como una actividad a caballo entre lo lúdico, lo pedagógico y lo ecologista.
Ciertamente, la posibilidad de atraer aves –vistosas y evocadoras- a un jardín intensifica el disfrute del mismo; ya en los frescos de la Roma antigua se representaba frecuentemente la placidez de los jardines con la presencia de aves canoras en ellos. Un observador curioso y discreto, además, será capaz de apreciar detalles con inusitada cercanía, y acaso incrementará sus conocimientos sobre especies y comportamientos. Por último, un comedero surtido facilita el mantenimiento de individuos durante épocas duras como, por ejemplo, las que cubren el suelo de nieve durante días e imposibilitan la obtención de alimento. En países como Gran Bretaña, donde la afición de dar de comer a las aves está tremendamente extendida, se ha comprobado que las poblaciones de algunas especies se benefician y dependen directamente de este tipo de recurso. No tengo claro si este efecto es necesariamente deseable, ya que la dinámica y la evolución natural de las poblaciones animales pasa porque sus efectivos se ajusten estacionalmente, y cada generación se nutra de los individuos mejor adaptados a un entorno cambiante. Por eso, más allá del aspecto “humanitario” de alimentar aves, pienso que conviene hacer hincapié en la capacidad de gozar y aprender que nos brinda esta actividad.
Hay manuales y numerosas páginas web que describen cómo construir, instalar y suministrar un comedero de aves, así que una visita a Internet podrá disipar la mayor parte de las dudas. La gran ventaja es que, en realidad, casi cualquier soporte y casi cualquier alimento energético o graso son susceptibles de atraer a unas u otras especies, según la ubicación y condiciones del jardín en concreto. Incluso en una terraza urbana, una dotación de alimento y la suficiente paciencia pueden acercar a los gorriones del vecindario, que inmediatamente incorporarán el lugar a sus exploraciones rutinarias. Personalmente, una de mis primeras observaciones relevantes sobre comportamiento animal tuvo lugar en la terraza de mi piso, donde descubrí que uno o varios gorriones habían aprendido a extraer, tirando con sus picos, la bandeja inferior de la jaula de un canario que allí tenía, con el fin de aprovechar los granos de alpiste que quedaban en el fondo y que, de otro modo, no estarían a su alcance. Esto supone que un pájaro aparentemente tan banal y desapercibido como el gorrión posea capacidades cognitivas muy notables, y a mí me permitió publicar una sencilla nota al respecto en British Birds, una revista ornitológica de fuste. Todo ello sin salir de casa.
Trabajo en un edificio con jardín, en Arkaute, un pueblo de la periferia de Vitoria. Gracias a un compañero agricultor que proporciona pipas de girasol naturales, estos inviernos he soportado mejor el tedio de la oficina con las idas y venidas de las aves al comedero instalado. Éste, por su diseño tubular y anclaje colgado, acoge mejor a los acrobáticos páridos, pero el hecho es que otras especies que se alimentan en el suelo han terminado usándolo, para recoger restos caídos primero, y para aprovechar lo que directamente se les lanzaba, después. También algunos ratones de campo prospectan el comedero y sus alrededores en horario nocturno, compitiendo con las aves por el recurso. Se ha creado toda una simplificada pero abundante comunidad zoológica en torno a este suministro artificial.
En el comedero se tiende a establecer una clara jerarquía por tamaños, dominando las tórtolas turcas sobre los zorzales, y los carboneros sobre los herrerillos. Me sorprende vivamente la celeridad con que las aves detectan cada reposición de pipas, la fidelidad de algunos individuos –como he visto gracias al anillamiento- y la confianza que otros llegan a adquirir: aún estás llenando el recipiente, cuando los herrerillos se posicionan a un metro, reclamando su ración. Las olas de frío traen visitantes infrecuentes y errantes, como los pinzones, que abandonan en tales ocasiones los bosques menos propicios. La vitalidad que muestran las avecillas en torno al comedero me reconcilia un poco con lo vivo ¡aunque se resienta la productividad de la empresa!
Texto: José María Fernández García
Fotos: Brian Webster