“Escribirás una crónica para la web ¿no?”, dispara Begoña, mientras imagino una ceja arqueada detrás de sus gafas oscuras. “Claro, por su supuesto”. Ya no hay posibilidad de escape respecto al síndrome de la hoja en blanco. La dura misión de intentar que unos miserables balbuceos mentales se combinen y cuajen en una crónica escrita medianamente inteligible de esta salida del IAN, se me aparece como un espectro amenazador mientras dejamos atrás las estribaciones del Pirineo navarro, de vuelta a las manejables orografías de Álava.
Y ello a pesar de que el día se hubiera prestado, ciertamente, a la elaboración de un buen documento literario, con resonancias históricas grandilocuentes. “Desde lo alto de estas redes, seis siglos nos contemplan”, como pudo decir -pero no dijo- Patxiku, el anfitrión de nuestra visita guiada a las afamadas palomeras de Etxalar. Las primeras noticias sobre estos imponentes artilugios, instalados en los collados de la montaña con el ánimo de interrumpir el vuelo libre de las torcaces migratorias, se remontan al año 1378. Desde entonces hasta hoy, generaciones de habitantes de Etxalar, Sare y otras localidades cercanas has buscado los días de fortuna, esos en que el instinto viajero de las aves se desboca para encauzarse a través de los pasos favorables que conectarán la interminable llanura aquitana con las pródigas dehesas de la Iberia profunda.

Francisco Bernis, el padre de la moderna ornitología española, reconocía en su monumental Aves migradoras ibéricas (1966-1971) la profunda impresión que le había causado contemplar, frente al hosco paisaje de la montaña, las voces y siluetas de los palomeros subidos a las trepas, intentando achantar a los bandos con paletas y zatarrak. Pero hoy en Etxalar no hay tensión contenida ni se ejecutan elaboradas estrategias venatorias, ya que las fechas elegidas para el Día de las Aves, en el que se enmarca nuestra visita, son aún tempranas para que se produzca “la ola azul”, como llaman los franceses a ese extraordinario fenómeno natural que protagonizan decenas de miles de torcaces cruzando los collados pirenaicos, hacia finales de octubre o principios de noviembre. Es una circunstancia afortunada, debo decir, porque nuestra sensibilidad animalista casa mal con toda esta parafernalia cinegética, que termina indefectiblemente con la muerte de las aves y el jolgorio de los humanos, por mucho que yo me empeñe en recurrir una y otra vez al interés antropológico y cultural de la actividad. Así que Patxiku está relajado y nosotros aliviados.

El folklorismo palomero, que se adereza -presumimos- con buenas y convenientemente regadas meriendas, también tiene una vertiente con repercusión científica. Meticulosamente, un contable anota las docenas de capturas producidas a lo largo de la temporada, lo que ha generado, con los años y las décadas, una valiosísima serie de datos que, a buen seguro, permitiría estimar las tendencias numéricas del paso migratorio y relacionarlas con variables ambientales y climáticas: un sueño húmedo para cualquier ornitólogo curioso. Paradójicamente, este es también el afán de la contraparte que ha encontrado su lugar en el mundo en una explanada bajo el col de Lizaieta, en el lado francés de la montaña. Los palomeros, no sin cierto desdén, llaman “los ecologistas” al grupo de pajareros greñudos e insultantemente jóvenes, que dedican sus días y sus ojos, entre agosto y noviembre, a la voluntariosa tarea de extraer especies y números de los bandos de migrantes que cruzan sobre sus cabezas. Conozco, pues he participado en aventuras de este tipo, que sus camas son duras, su comida frugal y sus jornadas no tienen relevo. Se me ocurre el retorcido descriptor de “expediciones inmóviles” para despejar el romanticismo del naturalista respecto a una actividad cuyo instrumento más preciado, además del telescopio, es una silla campestre en la que los cuerpos reposan durante horas sin fin.

Buscando una épica a su misión, imagino que los ornitólogos pretenden descifrar la escritura que las aves trazan con círculos aprovechando térmicas, estampidas súbitas o descensos vertiginosos cuando aprecian la promesa del paso hacia la supervivencia, allá tras la línea del horizonte. Pero toda la lírica que oigo en boca de los pajareros se reduce a pronunciar “Milan royal, 4”, “Faucon pèlerine, 1”, “Circaète Jean-le-Blanc, 2”, que servirán para rellenar algún estadillo funcionarial. Mi mente cartesiana comprende y aplaude este vigoroso esfuerzo de recopilación de datos, que sé que también viajan desde el col hasta los informes y las publicaciones científicas que nutren los debates sobre el estado de conservación de las especies y el impacto del cambio climático. Pero hoy me interesaba más el vuelo de los ingrávidos emplumados que, ajenos a las preocupaciones y desdichas que suceden allá en el suelo, celebran, un año más, su eterno retorno.
Texto y fotos: José María Fernández García