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Día de las Aves: “MIGRACIÓN EN RONCESVALLES”

¿Cuál es la herramienta imprescindible para un día de observación de la migración?  ¿Qué no debe faltar en el equipo del ornitólogo bien pertrechado? Los muy cafeteros dirán “telescopio”. Los más disolutos contestarán “buen humor”. Pero los mejor informados señalarán “hamaca”. Porque el artilugio playero casa perfectamente con la esencia de la tarea que se tiene por delante.

  • Atención semipermanente y relajada, confiada en el efecto manada porque, entre tantos, alguien verá y avisará.
  • Incapacidad para controlar acontecimientos imprevisibles, es decir, por mucho esfuerzo que se aplique mirando, las aves no aparecerán franqueando el collado más que cuando a ellas les parezca oportuno.
  • Convicción íntima de que los pronósticos presuntamente técnicos, basados en la meteorología y en el conocimiento del flujo migratorio, tienen la misma confiabilidad que un deseo bienintencionado.

Eso sí, la comodidad absoluta en el puesto de vigilancia requiere asistencia alimenticia regular y protección térmica adecuada; no en vano nos encontramos en un puerto pirenaico y no en los arenales de Benidorm, a pesar de la actitud sospechosamente vacacional de los observadores.

Pero ¿y las aves? Se acaba de dar a conocer el récord de distancia recorrida, sin escalas, en un viaje migratorio: los 13.560 km que separan Alaska de Tasmania, un vuelo de 11 días seguidos sin detenerse. No está mal para una aguja colipinta de apenas 600 g de peso. Sin duda hay algo épico y asombroso en la migración, por más que los científicos se empeñen en buscar claves fisiológicas, bioenergéticas y ecológicas que transformen la hazaña en dato. Por mi parte, ahora mismo prefiero pensar que los inquietos pinzones y las parsimoniosas cigüeñas negras que culminan el col de Lindus con la vista sobre la sierras de la Navarra media, sean los equivalentes alados de esos otros peregrinos que cruzan la colegiata de Roncesvalles, también guiados por promesas de tierras lejanas y un camino trazado por memoria de siglos.

Mientras, un quebrantahuesos adulto, la mítica águila-buitre de las montañas del Viejo Mundo, sobrevuela los cresteríos de Ibañeta. Él permanecerá aferrado a su territorio durante todo el invierno. Más aún, en lo más crudo de la estación se entregará a la reproducción, y mantendrá el calor del huevo en el nido a costa de aguantar durante semanas, inmóvil y estoico, las inclemencias desatadas. Es otro prodigio de resistencia. Y si no fuera porque desde la hamaca me cuesta percibirlo, diría que esboza una mueca de desdén respecto a los pinzones, cigüeñas, golondrinas, bisbitas, esmerejones y cormoranes, que optan por el escapismo.

 

 

Texto y foto: José María Fernández García

Día de las aves: “Mundo gravera”

Si el Día de las Aves fuera precisamente un ave, aún no alcanzaría la venerable edad de Wisdom, el albatros de Laysan que a sus setenta años pasa por ser el volátil salvaje más viejo del mundo. Pero sí podría ser el alimoche Doce, del que los científicos calculan que, durante sus treinta años de vida, habría recorrido más de 166.000 km migrando anualmente entre Iberia y el Sahel, el equivalente a dar 4,15 vueltas a la Tierra. Es una marca admirable de longevidad y perseverancia, para un ave y para un Día de.

El sistema neuronal humano parece estar preparado para el reconocimiento de patrones y la simplificación de situaciones complejas. No es de extrañar que muchas veces presentemos los problemas de conservación de la biodiversidad como un mero balance entre presiones que llamamos “negativas” y “positivas”. Por el contrario, fallamos irremediablemente a la hora de predecir las repercusiones de cualquier decisión, sobre todo cuando -más allá de las evidencias del corto plazo- se generan cascadas de efectos. Los sistemas ecológicos, con múltiples interconexiones entre elementos, procesos y flujos, son proclives a padecer este tipo de consecuencias encadenadas, pocas veces previstas. Todo un “mundo” de relaciones y resultados paradójicos. Ejemplo, mundo gravera.

Túneles de nidificación de Avión zapador. (Foto: Josu Arenaza)

Las explotaciones de áridos son, básicamente, vaciados del perfil topográfico que crean paisajes agujereados, con desmontes de mayor o menor dimensión. Pero excavan sobre el freático, por lo que afloran balsas de agua, y exponen taludes verticales dejando al descubierto estratos arenosos. Para una pequeña ave colonial como el avión zapador, conocida por su peculiar actividad tuneladora para la nidificación, esta combinación de elementos de origen artificial suministró hábitats alternativos a los naturales. Y la preadaptación de los aviones hizo el resto, hasta el punto de que hoy en día, en gran parte de Europa occidental -y desde luego en el País Vasco- estos hirundínidos ya sólo crían en graveras y contextos antrópicos puros y duros.  

¿Y qué supone para el avión zapador haberse convertido en prisionero de las graveras?  A mayor activación de obras públicas y demanda de materiales, mayor creación de hábitats disponibles. Curiosa paradoja: el desarrollismo económico como propulsor poblacional del avión. Pero antes fue necesario que el hábitat primigenio, los taludes labrados por la erosión fluvial y las crecidas estacionales, pasaran al inventario de los biotopos sólo estudiables mediante fotos en blanco y negro y mapas de la era pre-digital. Generaciones de esfuerzos colectivos dedicados a estabilizar tierras agrícolas y rectificar cauces han conseguido, por más que algunas inundaciones extraordinarias aún nos sorprendan, que la dinámica hidrológica y la ecología fluvial se parezcan, en la actualidad, tan sólo remotamente a las naturales. Para observar cómo funcionan los ríos vivos, desplazando su cauce serpenteante y modelando paisajes, hay que dirigirse, por ejemplo, a Europa oriental. El Tisza, que cruza la gran llanura húngara, cercena y retranquea anualmente la orilla cóncava de los meandros mientras deposita sedimento en la orilla convexa. Miles de parejas de avión zapador, una de las poblaciones más saludables del continente, lo celebran colonizando en masa los taludes renovados y fácilmente horadables.        

Pero los aviones y otros compañeros involuntariamente atados al mundo gravera, como los chorlitejos chicos o los abejarucos, podrían acabar, en una nueva y dramática vuelta de tuerca, viéndose envueltos en una trampa ecológica. Las claves comportamentales y sociales que utilizan para identificar hábitats apropiados les pueden llevar a una interpretación engañosa si, por ejemplo, la persistencia de un determinado talud o acopio depende de una decisión humana arbitraria, condicionada a necesidades empresariales en recintos mineros. En otra encrucijada ecológica, el oportunismo de que hacen gala los aviones zapadores deberá balancearse frente a presiones tan ajenas a la conservación del patrimonio natural como la demanda de áridos, la organización del espacio industrial o la pura comodidad –filias y fobias incluidas- del gestor. Por desgracia, el avión zapador es una especie difícil de monitorizar con fiabilidad si no se emplean técnicas de censo particulares, con lo que hay un riesgo real de advertir demasiado tarde, ya como vórtice demográfico, el efecto pernicioso de esa trampa. Y mientras los participantes en esta salida de principios de octubre rumiábamos tan elaboradas consideraciones, los aviones zapadores se encontraban en realidad a miles de kilómetros, quizá en el fabuloso delta del río Senegal, superada la hostil travesía del Sáhara.

La última paradoja. En el Día de las Aves, un corzo retó al grupo exhibiendo poderío, a la carrera directo hacia nuestra posición y esquivándonos a apenas 10 m de distancia. Sólo una elevada dosis de hormonas, alentada por peleas o ansias amorosas, explicaría tal demostración de inconsciencia. O quizá fue que, simplemente, un mamífero reivindicó su cuota de protagonismo en el mundo gravera.